jueves, 10 de septiembre de 2009

El padre, el hijo y el tesoro

Piura, enero de 1831. Un país da sus primeros pasos, desprovisto del yugo español. En medio de la incertidumbre de la época, un mestizo lleva a sus dos hijos en busca de un tesoro escondido. La travesía, no obstante, tendría como resultado un crimen que, incluso hoy, resulta inverosímil. Brujas, supersticiones y temores conjugados para un caso que nunca pudo esclarecerse


La devoción comunitaria en honor del Señor de Chocán no pudo apaciguar los nervios y, acaso, el mal presentimiento que Manuela Pulache llevaba consigo desde varios días atrás. Tras las celebraciones religiosas –que incluyen hasta hoy tantos rezos como bebidas- y una vez de regreso en la hacienda de Peroles, la afligida mujer solicitó la ayuda de su hermano: había pasado más de una semana desde que su esposo no regresaba a casa. El hecho de que las últimas personas con las que éste había tenido contacto fuesen sus dos hijos acrecentó el temor de Manuela. El verano seco azotaba Querecotillo, un pueblo rodeado de algarrobos, situado en la provincia de Sullana (Piura) y que vivía, como tantos otros, los albores de una república en ciernes.

Ramona Cruz era una de las tantas curanderas (esa elite de seres que oscilan entre la charlatanería y la fe) a las que la gente confiaba su salud y suerte. Como tal, conocía las propiedades de guarguar o hierba del diablo, una planta con un fuerte poder alucinógeno y a la que se le atribuye la propiedad de revelar el paradero de tesoros perdidos. Pese a su negativa inicial, Ramona aceptó preparar la bebida para Juan Sancarranco y sus hijos, movida por la promesa de obtener una parte del botín. Las indicaciones eran simples: una vez situados en quebrada honda, debían mezclar el brebaje con chicha de jora y esperar que sus efectos alucinógenos los llevasen, cual mapa caleidoscópico, al lugar exacto de su prosperidad.

La cultura Tallán no sólo ostenta la posibilidad de ser la sociedad más antigua del norte del Perú. Sus trabajos en orfebrería y cerámica han sido objeto de la codicia de saqueadores que, usando distintas artimañas, han destruido el patrimonio de manera sistemática a lo largo de todos estos años. Y aunque el viejo Sancarranco era un trabajador más de la hacienda de Peroles, un fabricante de sombreros, y no un huaquero confeso, llevó a la aventura a sus hijos Juan, de 26 años (y según muchos testigos, su favorito) y Jacinto, dos años menor que el anterior y a la postre el encargado de dar con el tesoro, pues fue el benjamín de la familia el único en tomar la bebida mientras que los otros dos se emborrachaban con chicha. Los efectos, sin embargo, no fueron los deseados, pues no pasó mucho tiempo antes de que Jacinto cayera vencido por el sueño. Cuando abrió los ojos el panorama era cruelmente distinto.

Pasaron tres días antes de que Juan Pulache (hermano de Manuela) y sus acompañantes, desistieran en la búsqueda de Sancarranco. Exhaustos y desanimados, optaron por consultar con el mayordomo de la hacienda sobre cómo proceder. Éste, más practico y con la autoridad que le daba su posición, sugirió torturar a los hermanos hasta obtener una respuesta, después de todo eran los últimos con los que Sancarranco tuvo contacto. Encerrado y con grilletes, Juan hijo confesó haber matado a su padre en complicidad con su hermano; mientras que en otro cuarto, Jacinto aceptaba llevarlos al lugar donde yacía el cuerpo.

Ni el arrepentimiento de un hijo ni el dolor de su esposa pudieron contradecir el hecho irrefutable de la descomposición del cadáver. Juan Sancarranco empezaba a desvanecerse en el mismo lugar donde quiso encontrar la gloria. Mientras tanto, el 12 de enero de 1831, empezaba el juicio del primer parricidio cometido en una Piura independiente.

Si una lechuza cruzaba el horizonte era señal de que estaban cerca al lugar del tesoro. Eso les había dicho la curandera. Tendrían que matar al animal, guardián del sitio, antes de apoderarse del botín. “Toma el cuchillo, deja dormir a tu hermano que la bebida lo ha de despertar y cuando veas la lechuza, córtale la cabeza con el cuchillo”, fueron las órdenes del padre para con Juan. Ebriedad o misticismo, el negruzco animal revoloteaba por encima de la cabeza del patriarca que repitió la orden de matar al ave. Sin embargo, y acaso como un castigo a su ambición, el cuchillazo fue a dar al propio cuello del progenitor. Degollado y sin ningún tesoro, Sancarranco moría inmediatamente.

Aquí, las versiones de los hermanos Sancarranco empiezan a diferir. Mientras Juan asegura que, tras la muerte casual de su padre, despertó a su hermano para contarle lo sucedido, Jacinto dice que lo hizo por sus propios medios y que de inmediato fue forzado a enterrar a su padre y callar el asesinato bajo amenaza de correr la misma suerte. Un dato más habría de agregar Jacinto a la ya perturbadora historia. Y es que para el joven resultaba de lo más inquietante que los sucesos tuviesen lugar después de que su hermano había prometido a la madre de ambos poner fin a los abusos del viejo Sancarranco.

¿Era entonces la búsqueda de un tesoro o la fachada de un hijo que, a pesar de ser el predilecto, quería poner fin a los abusos cometidos por su padre? La siguiente en declarar sería Manuela Pulache, quien seguramente vestía el traje recién estrenado de viuda al momento de subir al estrado.

Sumisión disfrazada de respeto, miedo disfrazado de fidelidad. Manuela Pulache minimizó cualquier agresión por parte de su difunto esposo y negó rotundamente haberse quejado con su hijo al respecto. Por el contrario su declaración estuvo llena de frases que limpiaban a Sancarranco de todo pecado, dejando a Juan hijo a la merced de una justicia incierta.

Y es que, aunque el Derecho Peruano debió nacer simultáneamente a la Declaración de la Independencia, durante varias décadas posteriores al grito libertador, la legislación, la enseñanza forense y la práctica jurídica y contractual del Virreinato seguían rigiendo en el país. "No fue con el último disparo de fusil en el campo de batalla de Ayacucho, que desapareció todo vestigio de la vida colonial en el Perú", dijo Ricardo Palma en alguna de sus tradiciones. De esta manera, Juan Sancarranco Pulache afrontó un juicio sin las garantías que, recién a finales del siglo XIX, habrían de tener los habitantes del incipiente país.

8 de octubre de 1831, a diez meses de iniciado el juicio y después de que el Superior Tribunal de Justicia ratificase lo que el juez Gaspar Carrasco había sentenciado en primera instancia, Juan Sancarranco Pulache era ejecutado por “un delito enorme y de impiedad que cometiera contra su padre”. Su hermano Jacinto asumía entonces la batuta de una familia hecha pedazos por la cegada búsqueda de un tesoro ancestral, mientras el resto de la hacienda de Peroles, al igual que el resto del país, seguía dando pequeños tumbos en busca de un fundamento real a su independencia.

Septiembre 2009. Dejando de lado los salpicones de modernidad que, como en todo pueblo pequeño del país, llegan a duras penas al lugar, Querecotillo sigue haciendo honor al origen de su nombre (un derivado de la palabra quechua y aimara querocoto, cuyo vocablo descompuesto explica quero –que quiere decir “madera”, “viga”- y coto –significa “montón”, “frondoso”-), continúa siendo, en fin, un pueblo rodeado de árboles.

De la hacienda de Peroles no quedan más que recuerdos lejanos en medio de mala hierba. Y aunque el huaqueo no es un tema tan popular como el de la subsistencia diaria, lo cierto es que no son pocos los que aún escarban en la tierra con la esperanza de encontrar una pieza histórica que los llene de dinero. El guarguar ha dejado de ser una invitación alucinante para el descubrimiento de secretos de la tierra, pero el curanderismo aún es la medicina principal de la gente.

Si Manuela Pulache ocultó un demencial cobro de cuentas por el respeto que, a pesar de todo, tenía hacia su esposo, lo cierto es que la violencia doméstica en pueblos como éste aún resulta un tema tabú. Si Juan Sancarranco Pulache mató a su padre en el intento de terminar con la vigilancia de una lechuza diabólica o por un instinto de venganza acumulado en él, es algo que nunca pudo esclarecerse. Lo cierto es que los restos de su padre jamás pudieron ser trasladados a tierra bendita. Quizá algún nuevo y esperanzado buscador de tesoros dé con sus huesos olvidados ignorando la peculiar y dolorosa razón de su último paradero.

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