miércoles, 28 de enero de 2009

La vida es un cuento

Como Mario Vargas Llosa, creo que el acontecimiento más importante de mi vida hasta el día de hoy ha sido aprender a leer. Los libros que he leído han enriquecido mi universo de manera extraordinaria. Junto con la novela, el género que más disfruto es el cuento. La novela abarca una vida; el cuento, una escena que marca y explica esa vida.

Cuando tenía catorce años leí Los gallinazos sin plumas de Julio Ramón Ribeyro, y en seguida, los demás relatos de este autor se convirtieron en lectura obligatoria. A pesar de su cuantiosa producción literaria, me atrevo a juzgar que a la obra de Ribeyro no se le ha dado la importancia que merece y tomo como pretexto este espacio para hacer justicia al escritor peruano.

Julio Ramón Ribeyro nació en 1929, en el seno de una familia de clase media limeña. Hoy en día, es considerado como uno de los cuentistas latinoamericanos más talentosos, aunque el mismo Ribeyro dudó de su potencial como hombre de literatura. Esto quizás se debió al estupor de su familia cuando descubrió que Julio Ramón prefería contar historias en vez de cursar estudios de Derecho.



También conviene atribuir a su naturaleza ambigua ese afán suyo de destruir al escritor que llevaba dentro. Lo confesó en sus Prosas apátridas: “La duda, que es el signo de la inteligencia, es también la tara más ominosa de mi carácter, ha impedido en mí la formación de convicciones duraderas, ha matado hasta la pasión". Sin embargo, las contradicciones no acallaron su pasión por las letras. A lo largo de su carrera literaria incursionó en géneros como la novela, el ensayo, el teatro y, por supuesto, el género narrativo que más desarrolló: el cuento.

En más de una ocasión, Ribeyro reveló que escribía para tratar de dar forma y comprender mejor las ideas e intuiciones que se le cruzaban por la cabeza. El escritor reafirmó su creencia en varios fragmentos que dedicó a la reflexión sobre la literatura y que publicó más tarde: “Muchas cosas las conocemos o las comprendemos sólo cuando las escribimos".

Con Prosas apátridas, Julio Ramón hizo un paréntesis en su producción literaria y publicó unos fragmentos ideológicos que no encontraban lugar en sus libros. Estas prosas sin patria responden al punto de vista del autor sobre una miscelánea de temas: la literatura, la vejez, la muerte, el amor, el sexo.

Si se trataba de escribir para comprender mejor las cosas, para Ribeyro la vida era un cuento: “Yo veo y siento la realidad en forma de cuento y sólo puedo expresarme de esa forma". La fama de ser uno de los grandes en la narrativa se la ganó con sus relatos cortos. En la introducción de una edición peruana de La palabra del mudo (1994), Ribeyro escribió un decálogo sobre el cuento que explica su estilo y sencillez: “El estilo del cuento debe ser directo, sencillo, sin ornamentos ni digresiones. Dejemos eso para la poesía o la novela”.

Punto aparte, Julio Ramón Ribeyro era un observador de lo cotidiano, y tal vez por eso el género que más cultivó fue el cuento. El autor advirtió que "para escribir sea necesario ir a buscar aventuras. La vida, nuestra vida, es la única, la más grande aventura". Su obra apela a la imaginación y la inteligencia del lector. Sus cuentos están plagados de símbolos. El lenguaje sencillo y los detalles son las herramientas que llevan al lector al ejercicio intelectual. Las palabras de Ribeyro no sobran, cada frase contiene la clave para descubrir la esencia de la historia.

Empecé estás líneas tomando palabras de Mario Vargas Llosa y para poner punto final cito otra vez al célebre escritor. Cuando en 1976 un periodista del periódico La Prensa le preguntó su opinión sobre Ribeyro, Vargas Llosa contestó: “…un magnífico cuentista, uno de los mejores de Latinoamérica y probablemente de la lengua española, injustamente no reconocido como tal”.

Todavía en estos tiempos la brillante pluma de Julio Ramón Ribeyro no ha cruzado tantas fronteras como debería. Es una lástima que cuentos como Los eucaliptos, Las botellas y los hombres, Por las azoteas, Al pie del acantilado, Solo para fumadores, Silvio en El Rosedal, y un largo etcétera se queden atrapados en el desván de la literatura universal.