miércoles, 30 de septiembre de 2009

Salinas de Guaranda, la economía de un pueblo



Salinas de Guaranda es sinónimo de integración y desarrollo. Con paciencia, organización y la buena disponibilidad de sus habitantes, este pueblo ecuatoriano ha creado una red de microempresas exitosas que exportan sus productos a nivel nacional y al extranjero, y han conseguido un modelo sostenible que no sólo les permite subsistir, sino también prosperar.

La comunidad de Salinas se asienta a 3.500 metros sobre el nivel del mar, al norte de la provincia de Bolívar, en la sierra ecuatoriana, a casi cinco horas en auto desde Quito, atravesando las montañas y los valles profundos del Ecuador.

Los pobladores de la zona son campesinos, agricultores y ganaderos. Sus actividades están marcadas por las tareas artesanales y agrícolas. Eduardo tiene 20 años y trabaja como guía en la Oficina de Turismo Comunitario. Mientras caminamos por las callecitas empinadas, Eduardo nos cuenta que hasta 1970 Salinas era un lugar olvidado en la serranía ecuatoriana.

En el Estudio de las Empresas Comunitarias de Salinas de Bolívar (Ecuador), Luis González señala que, antes, los índices de pobreza, insalubridad y analfabetismo eran excesivos: la mortalidad infantil era de 45% y el analfabetismo cerca de 85%. Salinas estaba perdido en la cordillera occidental de los Andes: no había carretera, ni agua, ni luz eléctrica, ni teléfono. La única fuente de sustento de la zona eran las minas de sal, que tampoco rendían lo suficiente para lograr el bienestar de los pobladores.

A principios de los 70, el sacerdote italiano Antonio Polo llegó desde Venecia a Salinas de Guaranda para iniciar una labor evangelizadora. Durante su estadía, el religioso descubrió que el potencial del pueblo y los recursos de la zona valían oro. Desde entonces, bajo el lema “Salir de la pobreza con solidaridad”, el padre Polo ayudó a organizar a los campesinos y, juntos, empezaron a trabajar una ‘economía solidaria’, basada en la gente y sus comunidades.



El primer negocio que crearon fue la quesería. Más tarde, la fábrica de chocolate y turrón. Hoy, Salinas de Guaranda comercializa sus productos bajo la marca bandera Salinerito y ofrece en el recorrido turístico por el pueblo una visita por la hilandería; los talleres de pelotas de fútbol, artesanías y tejidos; la fábrica de embutidos, etc.

La arteria principal de las microempresas de Salinas es el trabajo en red: los pobladores utilizan los recursos de la zona para producir. Así, por ejemplo, los vecinos de las comunidades aledañas venden lo que producen sus vacas a la lechería y a la quesería, que a la vez trabaja con los utensilios de madera producidos en la carpintería. Las plantas medicinales que comercializan, uno de sus productos más solicitados en el extranjero, se extraen de la vegetación del entorno; el chocolate y el turrón se fabrican con el cacao de la región; y la embutidora se nutre de la carne de los animales de la zona.

Antes de terminar el recorrido por las tiendas, Eduardo nos cuenta que en Salinas la desocupación es asunto del pasado. Las microempresas dan empleo al total de la población, pues algunos se ocupan de vender sus materias primas y otros trabajan en las fábricas y los puntos de venta.

Hoy, los pobladores de Salinas de Guaranda ya no sienten la necesidad de emigrar a la ciudad o al extranjero. Y aunque están contentos de recibir un sueldo por su trabajo digno, persisten en su lucha por combatir la pobreza y conseguir una mejor educación para sus hijos, quienes, más adelante, se encargarán de conducir la batuta empresarial del pueblo.


lunes, 28 de septiembre de 2009

Postal de una noche

En algún tren entre Essen y Berlín, 15 de julio de 2008


Düsseldorf y Essen son hermanas en el norte de Alemania; viven, respiran y duermen en el oriente de Westfalia. Compré una postal en la estación del metro de Essen. Es amarilla y lleva el nombre de la ciudad en letras grandes y negras. Escribí: “Düsseldorf, más que una ciudad, una imagen o un paisaje, es un sabor. El sabor de las cervezas artesanales de los bares, mil pitadas de tabaco, unos besos en la calle, un buen desayuno después de comer por varios días sólo pan y Nutella”.

Llegamos a Düsseldorf al empezar la tarde. Recorrimos algunas de sus calles empedradas, estilo medieval, y nos sentamos frente al río Rin a mirar el parque de diversiones que está al otro lado de la ciudad. El cielo era púrpura, brillante por las luces de neón. Era verano y hacía calor. Entonces decidimos tomar un tour de cervezas por los bares de la ciudad para calmar la sed y soltar la rienda. Recuerdo una stratocaster que colgaba de la pared de uno de los locales.



La noche fue cayendo junto a la espuma de las bebidas de cebada, aromatizadas con lúpulo. Perdimos la noción del tiempo y el último tren que nos llevaría a casa de Pablo, en Essen. El próximo tranvía empezaba a circular a las 6 de la mañana.

Esperamos lo suficiente: toda la noche. Tomamos más cerveza, visitamos otros bares, probé el jäggermeister, bailamos música alemana y caímos en un puesto de comida turca para aplacar el hambre. También comimos helados y papas fritas en el McDonald’s de la esquina de la estación del metro.

Cuando llegamos al piso de Pablo, el sol ya alumbraba fuerte. Estábamos cansados de caminar. Dormimos dos o tres horas, no más. Después, un desayuno en el balcón, música de Julito Jaramillo, el sol y un tren más. Esta vez hacia Berlín.


miércoles, 23 de septiembre de 2009

Las máquinas del profesor Betini

Hace mucho tiempo, en una ciudad lejana, vivían el profesor Betini y sus tres hijos: Desy, Diu y Chos. La esposa del profesor murió de una triste enfermedad cuando los niños eran pequeños. Betini era un célebre inventor. Él trabajaba mucho: se pasaba el tiempo inventando cosas para manterse ocupado y distraer a las personas de sus penas. El profesor había inventado, por ejemplo, la máquina para espantar la tristeza y un aparato para escapar de la realidad.

Aunque estaba siempre ocupado, el profesor amaba a sus hijos. Para remediarlo, el inventor trataba siempre de hacerles sonreír. Inventaba todo tipo de máquinas para divertir a los pequeños. A Desy, la mayor, le encantaban las estrellas. El profesor Betini inventó para su hija la máquina para bajar estrellas. Con el regalo de su padre, Desy podía coleccionar los astros. A pesar de su bello muestrario, la niña no era completamente feliz.


Diu amaba la música. Ella se divertía escuchando los sonidos de la naturaleza, los animales, el mundo. Para hacerla feliz, el inventor construyó la máquina para escuchar los planetas. Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter, Saturno, Urano y Neptuno. Diu podía escuchar todos los movimientos del universo. Ella pasaba el tiempo tratando de descubrir si en el infinito existía otro tipo de vida. Pero la niña no era completamente feliz.



Chos, el más pequeño de la familia, amaba viajar. Era un explorador por naturaleza. Él quería conocer los lugares más lejanos del mundo. Entonces, su padre inventó el teletransportador personal. Con la máquina de teletransportación, el chico pudo visitar los lugares más recónditos de la tierra. A pesar del sueño de su vida, Chos no se sentía completamente feliz.



Un día, el profesor Betini decidió hablar con sus hijos para saber qué les faltaba para ser felices.

–Papá, a mí me hace falta alguien con quien compartir mis estrellas– dijo Desy.

–Sí, yo creo que es lo mismo para mí. Mi máquina puede hacer muchas cosas, pero me gustaría escuchar un sonido más familiar– dijo, en seguida, la pequeña Diu.

–Papá, a mí me encantaría viajar en mi máquina y vivir las aventuras contigo– no demoró en soltar Chos.

En seguida, Betini se dio cuenta de que sus hijos no necesitaban las máquinas, sino la ternura y el cariño de su padre, pasar tiempo con él, pues era la única familia que ellos tenían.

Desde entonces, los cuatro comenzaron a divertirse y a construir los artefactos. Juntos inventaron el aparato para hacer arco iris, la máquina para atrapar pesadillas y la grúa para levantar el ánimo.

*Este cuento ha sido inspirado en la obra del artista Fito Espinosa.

jueves, 10 de septiembre de 2009

El padre, el hijo y el tesoro

Piura, enero de 1831. Un país da sus primeros pasos, desprovisto del yugo español. En medio de la incertidumbre de la época, un mestizo lleva a sus dos hijos en busca de un tesoro escondido. La travesía, no obstante, tendría como resultado un crimen que, incluso hoy, resulta inverosímil. Brujas, supersticiones y temores conjugados para un caso que nunca pudo esclarecerse


La devoción comunitaria en honor del Señor de Chocán no pudo apaciguar los nervios y, acaso, el mal presentimiento que Manuela Pulache llevaba consigo desde varios días atrás. Tras las celebraciones religiosas –que incluyen hasta hoy tantos rezos como bebidas- y una vez de regreso en la hacienda de Peroles, la afligida mujer solicitó la ayuda de su hermano: había pasado más de una semana desde que su esposo no regresaba a casa. El hecho de que las últimas personas con las que éste había tenido contacto fuesen sus dos hijos acrecentó el temor de Manuela. El verano seco azotaba Querecotillo, un pueblo rodeado de algarrobos, situado en la provincia de Sullana (Piura) y que vivía, como tantos otros, los albores de una república en ciernes.

Ramona Cruz era una de las tantas curanderas (esa elite de seres que oscilan entre la charlatanería y la fe) a las que la gente confiaba su salud y suerte. Como tal, conocía las propiedades de guarguar o hierba del diablo, una planta con un fuerte poder alucinógeno y a la que se le atribuye la propiedad de revelar el paradero de tesoros perdidos. Pese a su negativa inicial, Ramona aceptó preparar la bebida para Juan Sancarranco y sus hijos, movida por la promesa de obtener una parte del botín. Las indicaciones eran simples: una vez situados en quebrada honda, debían mezclar el brebaje con chicha de jora y esperar que sus efectos alucinógenos los llevasen, cual mapa caleidoscópico, al lugar exacto de su prosperidad.

La cultura Tallán no sólo ostenta la posibilidad de ser la sociedad más antigua del norte del Perú. Sus trabajos en orfebrería y cerámica han sido objeto de la codicia de saqueadores que, usando distintas artimañas, han destruido el patrimonio de manera sistemática a lo largo de todos estos años. Y aunque el viejo Sancarranco era un trabajador más de la hacienda de Peroles, un fabricante de sombreros, y no un huaquero confeso, llevó a la aventura a sus hijos Juan, de 26 años (y según muchos testigos, su favorito) y Jacinto, dos años menor que el anterior y a la postre el encargado de dar con el tesoro, pues fue el benjamín de la familia el único en tomar la bebida mientras que los otros dos se emborrachaban con chicha. Los efectos, sin embargo, no fueron los deseados, pues no pasó mucho tiempo antes de que Jacinto cayera vencido por el sueño. Cuando abrió los ojos el panorama era cruelmente distinto.

Pasaron tres días antes de que Juan Pulache (hermano de Manuela) y sus acompañantes, desistieran en la búsqueda de Sancarranco. Exhaustos y desanimados, optaron por consultar con el mayordomo de la hacienda sobre cómo proceder. Éste, más practico y con la autoridad que le daba su posición, sugirió torturar a los hermanos hasta obtener una respuesta, después de todo eran los últimos con los que Sancarranco tuvo contacto. Encerrado y con grilletes, Juan hijo confesó haber matado a su padre en complicidad con su hermano; mientras que en otro cuarto, Jacinto aceptaba llevarlos al lugar donde yacía el cuerpo.

Ni el arrepentimiento de un hijo ni el dolor de su esposa pudieron contradecir el hecho irrefutable de la descomposición del cadáver. Juan Sancarranco empezaba a desvanecerse en el mismo lugar donde quiso encontrar la gloria. Mientras tanto, el 12 de enero de 1831, empezaba el juicio del primer parricidio cometido en una Piura independiente.

Si una lechuza cruzaba el horizonte era señal de que estaban cerca al lugar del tesoro. Eso les había dicho la curandera. Tendrían que matar al animal, guardián del sitio, antes de apoderarse del botín. “Toma el cuchillo, deja dormir a tu hermano que la bebida lo ha de despertar y cuando veas la lechuza, córtale la cabeza con el cuchillo”, fueron las órdenes del padre para con Juan. Ebriedad o misticismo, el negruzco animal revoloteaba por encima de la cabeza del patriarca que repitió la orden de matar al ave. Sin embargo, y acaso como un castigo a su ambición, el cuchillazo fue a dar al propio cuello del progenitor. Degollado y sin ningún tesoro, Sancarranco moría inmediatamente.

Aquí, las versiones de los hermanos Sancarranco empiezan a diferir. Mientras Juan asegura que, tras la muerte casual de su padre, despertó a su hermano para contarle lo sucedido, Jacinto dice que lo hizo por sus propios medios y que de inmediato fue forzado a enterrar a su padre y callar el asesinato bajo amenaza de correr la misma suerte. Un dato más habría de agregar Jacinto a la ya perturbadora historia. Y es que para el joven resultaba de lo más inquietante que los sucesos tuviesen lugar después de que su hermano había prometido a la madre de ambos poner fin a los abusos del viejo Sancarranco.

¿Era entonces la búsqueda de un tesoro o la fachada de un hijo que, a pesar de ser el predilecto, quería poner fin a los abusos cometidos por su padre? La siguiente en declarar sería Manuela Pulache, quien seguramente vestía el traje recién estrenado de viuda al momento de subir al estrado.

Sumisión disfrazada de respeto, miedo disfrazado de fidelidad. Manuela Pulache minimizó cualquier agresión por parte de su difunto esposo y negó rotundamente haberse quejado con su hijo al respecto. Por el contrario su declaración estuvo llena de frases que limpiaban a Sancarranco de todo pecado, dejando a Juan hijo a la merced de una justicia incierta.

Y es que, aunque el Derecho Peruano debió nacer simultáneamente a la Declaración de la Independencia, durante varias décadas posteriores al grito libertador, la legislación, la enseñanza forense y la práctica jurídica y contractual del Virreinato seguían rigiendo en el país. "No fue con el último disparo de fusil en el campo de batalla de Ayacucho, que desapareció todo vestigio de la vida colonial en el Perú", dijo Ricardo Palma en alguna de sus tradiciones. De esta manera, Juan Sancarranco Pulache afrontó un juicio sin las garantías que, recién a finales del siglo XIX, habrían de tener los habitantes del incipiente país.

8 de octubre de 1831, a diez meses de iniciado el juicio y después de que el Superior Tribunal de Justicia ratificase lo que el juez Gaspar Carrasco había sentenciado en primera instancia, Juan Sancarranco Pulache era ejecutado por “un delito enorme y de impiedad que cometiera contra su padre”. Su hermano Jacinto asumía entonces la batuta de una familia hecha pedazos por la cegada búsqueda de un tesoro ancestral, mientras el resto de la hacienda de Peroles, al igual que el resto del país, seguía dando pequeños tumbos en busca de un fundamento real a su independencia.

Septiembre 2009. Dejando de lado los salpicones de modernidad que, como en todo pueblo pequeño del país, llegan a duras penas al lugar, Querecotillo sigue haciendo honor al origen de su nombre (un derivado de la palabra quechua y aimara querocoto, cuyo vocablo descompuesto explica quero –que quiere decir “madera”, “viga”- y coto –significa “montón”, “frondoso”-), continúa siendo, en fin, un pueblo rodeado de árboles.

De la hacienda de Peroles no quedan más que recuerdos lejanos en medio de mala hierba. Y aunque el huaqueo no es un tema tan popular como el de la subsistencia diaria, lo cierto es que no son pocos los que aún escarban en la tierra con la esperanza de encontrar una pieza histórica que los llene de dinero. El guarguar ha dejado de ser una invitación alucinante para el descubrimiento de secretos de la tierra, pero el curanderismo aún es la medicina principal de la gente.

Si Manuela Pulache ocultó un demencial cobro de cuentas por el respeto que, a pesar de todo, tenía hacia su esposo, lo cierto es que la violencia doméstica en pueblos como éste aún resulta un tema tabú. Si Juan Sancarranco Pulache mató a su padre en el intento de terminar con la vigilancia de una lechuza diabólica o por un instinto de venganza acumulado en él, es algo que nunca pudo esclarecerse. Lo cierto es que los restos de su padre jamás pudieron ser trasladados a tierra bendita. Quizá algún nuevo y esperanzado buscador de tesoros dé con sus huesos olvidados ignorando la peculiar y dolorosa razón de su último paradero.

viernes, 4 de septiembre de 2009

El universo de Fito



Fito Espinosa ha (re)creado un universo de colores vivos donde los que aman se fusionan y dejan de ser uno. Con ternura, humor, sencillez y mucho talento, el artista ha conseguido transmitir mensajes profundos sobre el sentimiento que envuelve la vida de la mayoría de los mortales: el amor.

En los 18 lienzos de Te llevo en mi universo, la muestra que expone en la galería Forum, en Lima, el artista de 39 años ha logrado encajar dos amantes que se corresponden: la poesía y la pintura. El puente que ha construido entre el texto y la imagen permite extraer de sus cuadros todos los significados posibles del sentimiento que retrata.

Esta semana pude ‘conversar’ con el hombre detrás de los dibujos. Fito me dijo que cada persona es un universo y que sus pinturas retratan el encuentro de esos mundos; que hay una energía que los une. Además, se refirió a sus personajes, al amor y a las máquinas que su imaginación inventa.

Fito Espinosa estudió Pintura en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en 1994 egresó en el primer puesto de su promoción. Ha realizado nueve exposiciones individuales, entre ellas El hombre dividido (2000), Malaespina (2002), Mecanix (2004), Chico lunar (2007), El viajero inmóvil (2009) y Te llevo en mi universo (2009).


La mujer pecera, el chico que soñaba con el espacio, un chico con estrella, ¿de dónde sacas estos personajes? ¿Dónde buscas la inspiración para tus dibujos?

Creo que los personajes nacen de la necesidad de mostrar o hacer visibles ciertas situaciones o características de la personalidad. El chico que soñaba con el espacio no es más que la sensación o ilusión de querer conocer el universo, de salir del mundo o de tener fascinación por el cielo. O el tener una estrella en la cabeza, que también es algo que todos pensamos alguna vez, "tener suerte", se dice de manera corriente. Crear personajes para mí es tratar de fijar situaciones y mostrar la condición humana en sus diferentes aspectos.

Niños y adultos pueden entender tu obra, ¿qué piensas de las dos visiones que se generan? ¿Qué tan distintas crees que son?

Siempre me ha interesado que el trabajo sea ‘comprendido’ por todos. Nuca me ha interesado hacer un trabajo elitista o hermético. En ese sentido creo en el ‘espesor’ de la obra. Esto quiere decir que mientras más ‘capas’ de interpretación, más completa es la obra. Me gustaría que un niño lea algunas cosas, que un adulto otras, otros todas e incluso un especialista pueda analizarlo de maneras que yo ni imagino. Creo que en general es así con todo, mientras más aspectos compartamos con algo o con alguien, más pleno es este vínculo.

En Te llevo en mi universo hablas de amor. ¿Qué es el amor para Fito Espinosa?

Para mí el amor es (en el sentido más amplio) una fuerza muy grande que hace que todos los seres animados e inanimados mantengan una integridad con ellos mismos y con los demás. En un sentido más humano, el amor sería una energía que nos mantiene vinculados y que crea conexiones con otros seres. El amor de pareja, que es el tema que trato en esta muestra, nos hace gozar y sufrir con esta interacción, nos hace sentir plenos pero también muy vacíos a veces, nos hace preguntarnos si es algo que te hace ganar o perder.

Pasaste de los personajes solitarios a la intersección entre ellos.

Creo que es parte de un proceso. El hombre dividido fue una individual que presenté en el año 2000 y que trataba de la dificultad de ser íntegro con respecto a las ideas y emociones, básicamente. Desde esa vez, he elaborado otras cinco propuestas en las que el personaje se relacionaba con otros pero no de una manera plena. Creo que en la etapa que he vivido hace poco, he logrado conectarme más con emociones que por alguna razón tenía medio atoradas. Y me di cuenta que era el momento de hablar de eso. Creo que el amor es algo que nos toca a todos y me pregunté por qué no lo había hecho antes.
La intersección en sí no sólo tiene que ver con una relación de pareja, se da en todos los aspectos de las relaciones, pero escogí ese tema como una buena manera para mostrarlo.

De los artilugios que creaste, como la máquina para hacer arcoíris, la campana protectora anti-estrés o la máquina para llegar al cielo, ¿cuál te gustaría que existiera?

No lo sé. Porque la idea de ellos es mostrar la imposibilidad que tenemos de solucionar ciertas cosas, es una ironía con la que trato de decir que nada externo va a poder arreglar esas cosas internas que nos pesan. Crear sueños, llegar al cielo o evitar el estrés, son cosas de las que nosotros debemos ser capaces de hacer. Las muestro en realidad para decir "pucha, es difícil lograr esto, qué bonito sería si algo me lo hace". Pero en el fondo reconozco que nadie lo va a hacer por mí.

¿Tienes pensado montar alguna exposición en provincias?

Me gustaría. Desde hace un tiempo estoy pensando en eso. Pero requiere cierta logística que yo solo no puedo hacer. Necesitaría apoyo para poder realizarlo.